Recuerdo que tenía
un corazón alérgico a los pólenes.
La muerte no existía.
Eramos asquerosamente jóvenes.
Veranos sin deberes
y el vaho del otoño en las ventanas.
Siempre hubo dos mujeres:
la casta de mi pueblo y la Susana.
Y cuando eché a rodar
con mi guitarra cantos de sirena,
imaginaba un mar
donde mueren el Tajo, el Rin, el Sena.
Zarpó el vapor al fin
huyendo de la siembra y de las siega,
se parecía a mí
el polizón oculto en la bodega.
Ay, ay, ay, ay, ay.
En el salón
la orquesta está
tocando un fox.
Ay, ay, ay, ay.
Una canción que cual neblina
resbala hasta la sentina
del vapor.
Hasta que se inundó
de sal el diapasón del violonchelo,
la Orquesta del Titanic no dejó de tocar
“El fox de los ahogados sin consuelo.”
Del lado de estribor
un iceberg rompió, maldita sea,
mi postal de New York
y el ritmo de las lunas y las mareas.
La brújula perdió
el norte, el sur, el este y el oeste.
A medias se quedó
la comunión que daba el arcipreste.
En plena sinrazón,
un brigadier de corbatín de seda
le plantó un bofetón
a su mujer y sálvese quién pueda.
Gritaba el capitán:
“los niños y las damas van primero
y los magnates detrás.
Que no pare la orquesta, caballeros.”
Ay, ay, ay, ay, ay.
En el salón,
la orquesta sigue con el fox.
Ay, ay, ay, ay.
Náufrago el clarinete parlanchín,
se quedó sólo el solo del violín.
Hasta que se inundó
de sal el diapasón del violonchelo,
la Orquesta del Titanic no dejó de tocar
“El fox de los ahogados sin consuelo.”